Años más tarde se repetiría a sí
mismo, mientras sonreía, que la idea le vino por primera vez en el autobús,
justo después de la parada en la que se bajó Elisa, despidiéndose de él con la
mano mientras se hacía hueco para alcanzar la puerta y le recordaba con voz
cansada que esta vez no se olvidase de pagar el recibo del gas.
Esa fue, sin duda, la primera vez
que lo pensó, así, claramente.
Antes nunca se lo había planteado
en serio desde que llegó a esta ciudad, fuera de alguna queja después de unas
cervezas en el bar de Chema o de algunas ganas flojas que le venían de
madrugada y que se diluían en el café con leche que Elisa siempre le dejaba
preparado encima de la mesa de la cocina, con una servilletita al lado.
La idea fue creciendo en su cabeza
como una bola de nieve a cada paso que daba hacia su puesto de vigilante en el
Museo. Al fichar… al ponerse el uniforme… al dirigirse hacia la silla en la que
dormitaba en turnos de dos horas…
Se le arremolinaron, como en un alud,
todas las frustraciones, pequeñas, mezquinas, cotidianas, que habían alimentado
durante años su rutina haciéndola crecer hasta transformarla en esta
resignación ovina que hoy impregnaba cada uno de sus actos.
Sintió que las lágrimas le brotaban,
más en la mirada de los extrañados turistas que en la piel de su cara. Casi no
podía respirar…
En ese momento se decidió. Se secó
el rostro con un gesto impaciente, se quitó la chaqueta del uniforme, con el
dinero para pagar el gas en el bolsillo interior, y la colocó pulcramente en el
respaldo de la silla.
Se dirigió, furtivo, hacia la
salida, aflojándose el nudo de la
corbata.
Extrañamente, nadie reparó en ese
vigilante que, en mangas de camisa, comenzó a cantar al traspasar las puertas
del museo para encaminarse a la estación de tren.
Jesster Arribas "Callejones sin salida"
Jesster Arribas "Callejones sin salida"